martes, noviembre 04, 2014

Lecturas

I
Hablar de los libros que atesoro es hablar de mis obsesiones, y éstas a veces causan pudor al ser expuestas en público: el primer beso que le di a un hombre y el primero que le di a una mujer, el mecanismo tan preciso de un aparato de tortura, el asesino y la víctima, los paisajes y escenas que dibujan los esquizofrénicos, los razonamientos implacables que llevan a un hombre al suicidio. Sin embargo, son las obsesiones de la infancia las que guardan cierta pureza y en especial dos me persiguen desde entonces: el apocalipsis de San Juan de Patmos y los cuentos de hadas.

II
Todavía recuerdo el terror que me invadió –a los seis años– cuando comprendí la muerte: si mi conejo de peluche el Orejotas se pierde, no lo voy a volver a ver. Si mi papá y mi mamá se mueren, no los voy a volver a ver. Deja tú mis papás… si yo muero… ¿Qué pasa si yo muero? ¿No voy a sentir? ¿No voy a existir? Ante el espanto de la muerte se devela la fragilidad humana y las cosas se impregnan de un horror antes desconocido: las nubes se mueven. El cristal se rompe. El fuego quema.
Con el cuento de hadas entendí que existe la fragilidad pero también lo perdurable; perecedero e imperecedero coexisten en el reino de los gigantes y dragones. Las nubes se mueven porque existe el viento, el cristal puede permanecer intacto mil años si nadie lo golpea, el fuego contenido alumbra la oscuridad.

III
Me acerqué al apocalipsis o libro de las revelaciones como cualquier niño se acerca a un libro de ciencia ficción. Me molestó en principio la asimetría divina, una lógica completamente inhumana en donde siete cabezas poseen nueve cuernos. Para encontrar una respuesta, le conté a mis amigos de primaria las visiones de San Juan de Patmos: “Y tenía en su diestra siete estrellas; y de su boca salía una espada aguda de dos filos. Y su rostro era como el sol cuando resplandece con fuerza”. Gracias a mis espontáneas lecturas del apocalipsis en el recreo, mis amiguitos tenían la certeza de que yo era una fanática religiosa, del tipo que grita por la calle profecías sobre el fin del mundo. Y admito que no estaban tan equivocados, creo que el escritor en sí no es tan diferente a los locos de las plazas: oficio de escribir y borrar para después volver a escribir y volver a borrar y volver a escribir. “El mundo me recordará por mi poesía” parece que escuchamos decir a algún escritor atribulado cuando sale una reseña de su nuevo libro en la sección cultural de El heraldo de Acoconilpan.

IV
A diferencia de historias muy de moda en estos días, en los cuentos de hadas persiste la idea de que el hombre arrojado a su suerte sólo puede acceder a los beneficios de la aventura si deja que otros lo ayuden, otros a quienes él también ha ayudado: para vencer al dragón de siete cabezas existe una capilla con tres copas, la llave de la capilla sólo puede ser desenterrada por una liebre, la liebre sólo puede llegar a nuestro héroe si el héroe decide no comérsela. Hay una reciprocidad, una simetría fantástica que muestra las consecuencias de las acciones, incluso de las más ordinarias.

V
El apocalipsis tiene la finalidad última de consolar al abatido, al desdichado que se encuentra atrapado entre las constantes guerras, persecuciones, asesinatos impunes y otras desgracias del género humano: lo perecedero se convierte en eterno. Las nubes se mueven para abrir el cielo, el cristal roto puede volver a unirse como un antiguo pacto, el fuego participa de lo divino.

VI
Surgen en mí el asombro ante la pasión sensual, el abrumador sentimiento ante la cantidad de conocimiento que no puedo alcanzar y el corazón roto con el que me enfrento al sufrimiento diario del confinado, del asesinado o del que pidió limosna y no fue escuchado. A través de los cuentos de hadas y el apocalipsis, con pasos de ciego caminante, he reunido en mí, tres inquietudes: el deseo de amar, el conocimiento y la piedad por el sufrimiento ajeno.
La lección ha llegado como el amor de Yorinda y Yoringel, la búsqueda de conocimiento de aquél que se fue por el mundo para aprender a temblar o la revelación súbita de la esperanza; la piedad por la que sucumbe el alma de Melitón arrepentido o los sufrimientos cuya visión hace desfallecer al mismo San Juan.

Soy como el idiota del cuento, quien ante la tarea de encontrar las mil perlas desperdigadas del collar de la princesa comprende su impotencia y llora. Creo con terquedad en la simetría fantástica, en la reina de las abejas y en el misterio de lo divino. Como dice Chesterton “El niño ha conocido al dragón desde siempre, desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarle un San Jorge capaz de matar al dragón”.
 

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