I
Hablar
de los libros que atesoro es hablar de mis obsesiones, y éstas a veces causan
pudor al ser expuestas en público: el primer beso que le di a un hombre y el
primero que le di a una mujer, el mecanismo tan preciso de un aparato de
tortura, el asesino y la víctima, los paisajes y escenas que dibujan los
esquizofrénicos, los razonamientos implacables que llevan a un hombre al
suicidio. Sin embargo, son las obsesiones de la infancia las que guardan cierta
pureza y en especial dos me persiguen desde entonces: el apocalipsis de San
Juan de Patmos y los cuentos de hadas.
II
Todavía
recuerdo el terror que me invadió –a los seis años– cuando comprendí la
muerte: si mi conejo de peluche el Orejotas
se pierde, no lo voy a volver a ver. Si mi papá y mi mamá se mueren, no los voy
a volver a ver. Deja tú mis papás… si yo muero… ¿Qué pasa si yo muero? ¿No voy
a sentir? ¿No voy a existir? Ante el espanto de la muerte se devela la
fragilidad humana y las cosas se impregnan de un horror antes desconocido: las
nubes se mueven. El cristal se rompe. El fuego quema.
Con
el cuento de hadas entendí que existe la fragilidad pero también lo perdurable;
perecedero e imperecedero coexisten en el reino de los gigantes y dragones. Las
nubes se mueven porque existe el viento, el cristal puede permanecer intacto
mil años si nadie lo golpea, el fuego contenido alumbra la oscuridad.
III
Me
acerqué al apocalipsis o libro de las revelaciones como cualquier niño se
acerca a un libro de ciencia ficción. Me molestó en principio la asimetría
divina, una lógica completamente inhumana en donde siete cabezas poseen nueve
cuernos. Para encontrar una respuesta, le conté a mis amigos de primaria las
visiones de San Juan de Patmos: “Y tenía en su diestra siete estrellas; y de su
boca salía una espada aguda de dos filos. Y su rostro era como el sol cuando
resplandece con fuerza”. Gracias a mis espontáneas lecturas del apocalipsis en
el recreo, mis amiguitos tenían la certeza de que yo era una fanática
religiosa, del tipo que grita por la calle profecías sobre el fin del mundo. Y
admito que no estaban tan equivocados, creo que el escritor en sí no es tan
diferente a los locos de las plazas: oficio de escribir y borrar para después
volver a escribir y volver a borrar y volver a escribir. “El mundo me recordará
por mi poesía” parece que escuchamos decir a algún escritor atribulado cuando
sale una reseña de su nuevo libro en la sección cultural de El heraldo de Acoconilpan.
IV
A
diferencia de historias muy de moda en estos días, en los cuentos de hadas
persiste la idea de que el hombre arrojado a su suerte sólo puede acceder a los
beneficios de la aventura si deja que otros lo ayuden, otros a quienes él
también ha ayudado: para vencer al dragón de siete cabezas existe una capilla
con tres copas, la llave de la capilla sólo puede ser desenterrada por una
liebre, la liebre sólo puede llegar a nuestro héroe si el héroe decide no
comérsela. Hay una reciprocidad, una simetría fantástica que muestra las
consecuencias de las acciones, incluso de las más ordinarias.
V
El
apocalipsis tiene la finalidad última de consolar al abatido, al desdichado que
se encuentra atrapado entre las constantes guerras, persecuciones, asesinatos
impunes y otras desgracias del género humano: lo perecedero se convierte en
eterno. Las nubes se mueven para abrir el cielo, el cristal roto puede volver a
unirse como un antiguo pacto, el fuego participa de lo divino.
VI
Surgen
en mí el asombro ante la pasión sensual, el abrumador sentimiento ante la
cantidad de conocimiento que no puedo alcanzar y el corazón roto con el que me
enfrento al sufrimiento diario del confinado, del asesinado o del que pidió
limosna y no fue escuchado. A través de los cuentos de hadas y el apocalipsis,
con pasos de ciego caminante, he reunido en mí, tres inquietudes: el deseo de
amar, el conocimiento y la piedad por el sufrimiento ajeno.
La
lección ha llegado como el amor de Yorinda y Yoringel, la búsqueda de
conocimiento de aquél que se fue por el
mundo para aprender a temblar o la revelación súbita de la esperanza; la
piedad por la que sucumbe el alma de Melitón arrepentido o los sufrimientos
cuya visión hace desfallecer al mismo San Juan.
Soy
como el idiota del cuento, quien ante la tarea de encontrar las mil perlas
desperdigadas del collar de la princesa comprende su impotencia y llora. Creo
con terquedad en la simetría fantástica, en la reina de las abejas y en el
misterio de lo divino. Como dice Chesterton “El niño ha conocido al dragón
desde siempre, desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es
proporcionarle un San Jorge capaz de matar al dragón”.
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